Voces Universitarias | Dr. Juan Boggio Vázquez*
El 4 de mayo de 2017 a los 95 años falleció el economista estadounidense William J. Baumol. En su larga y fructífera carrera como profesor e investigador dejó numerosos aportes sobre la teoría del “entrepreneurship”, ese término que tanto nos cuesta ponernos de acuerdo cómo se debe traducir al castellano. En varios lugares, por ejemplo, en Colombia se le llama “espíritu emprendedor”, en España optan por asimilarlo a creación de empresas, y otros países conviven despreocupadamente con el anglicismo. La traducción emprendedurismo es muy resistida y no tiene defensores suficientes para imponerse en los países de habla hispana. Un concepto para el cual no tenemos una palabra que lo defina clara y unívocamente podemos sospechar que es porque no le damos mucha importancia al mismo. Mientras los esquimales en el idioma Intuit tienen 52 palabras para describir nieve y hielo, a nosotros nos alcanza con dos, y no tenemos ninguna para entrepreneurship.
De todas formas, sin tener la palabra, sabemos que la creación de empresas es un acto que nos dejará resultados sociales deseables, tales como la creación de empleo, innovación y muchas veces creación de riqueza. Esto beneficia a la comunidad en su conjunto, y ha impulsado a los gobiernos a fomentar el espíritu empresarial. Sin embargo, el resultado positivo no se dará simplemente por crear más empresas, dependerá de la calidad y tipo de las empresas creadas. Pero, Baumol nos alertó que hay una variedad de roles entre los que se pueden reasignar los esfuerzos del emprendedor, y algunos de esos roles no siguen el guión constructivo e innovador que convencionalmente se les atribuye. De hecho, a veces el empresario puede incluso llevar una existencia parasitaria que en realidad es perjudicial para la economía y la sociedad. La forma en que actúa el empresario en un momento y lugar determinados depende en gran medida de las reglas del juego y la estructura de recompensas que prevalecen en la economía.
La teoría de William Baumol describe al emprendimiento productivo como un proceso de creación de riqueza, que no siempre ocurre. Esta teoría parte del supuesto de que toda sociedad está dotada de una cantidad limitada de recursos y que los emprendedores son responsables de la asignación eficiente de estos recursos, pero los recursos son asignados de acuerdo a incentivos económicos y sociales. Los incentivos determinados por la cultura e instituciones preponderantes en el territorio pueden generar emprendimientos de tres tipos, tal como argumentó Baumol en su artículo "Emprendimiento: productivo, improductivo y destructivo". No todos los emprendedores son igualmente productivos (es decir, innovadores), los hay también improductivos (buscadores de rentas) y destructivos (delincuentes).
Baumol propone que, al alterar las reglas del juego, los formuladores de políticas pueden vigorizar activamente el espíritu empresarial productivo en sus sociedades y reducir las formas improductivas o destructivas de espíritu empresarial. Los cambios en las reglas del juego pueden variar, pero incluyen cambios en las normas tributarias, regulaciones, subsidios y programas de apoyo. La idea es perfeccionar las reglas con el tiempo hasta que se detecte un efecto positivo máximo en los resultados empresariales. Su artículo sugiere que los empresarios intentan obtener ganancias de cualquier manera posible, que a veces incluyen el crimen u otras actividades destructivas. Esto implica que el emprendimiento no siempre conduce a un desempeño económico positivo. La oferta total de empresarios es limitada y sus decisiones pueden tener implicaciones tanto positivas como negativas para la economía, si los empresarios potenciales se desenvuelven en un entorno con instituciones adecuadas el espíritu empresarial se centrará en lo productivo. Si el marco institucional es extractivo generará empresarios improductivos que sin agregar valor estarán extrayendo rentas de la sociedad.
Baumol utilizó varias narrativas históricas para respaldar su teoría. Por ejemplo, en la Europa feudal, el espíritu empresarial era en gran medida destructivo o redistributivo. En ese momento, la mayor parte de Europa estaba organizada en pequeños territorios autónomos, como un castillo que protegía unos pocos miles de acres de tierras de cultivo. Los jóvenes príncipes con ambición (emprendedores) podían formar un ejército e intentar saquear un feudo cercano. El resultado fue en cierta medida de muerte y destrucción, y no se logró nada productivo. No se creó nueva riqueza, solo cambió de manos y a un alto costo. Dejamos en libertad al lector para que haga analogías con el mundo contemporáneo.
*Profesor-Investigador, Depto. Economía y Negocios, Unicarbe.