El aprendizaje pandémico más importante aprender a aprender

 


InnovACCIÓN | Por Eduardo Suárez*

Una breve visita a la Universidad del Caribe resultó en una importante lección. La institución estaba prácticamente vacía, a excepción de quiénes habíamos solicitado permiso para realizar alguna tarea extraordinaria como recoger algún documento, libro o equipo necesarios para continuar trabajando en casa. 

Mi primera impresión fue de cotidianidad, pero una segunda mirada reveló un cambio trascendental: no había estudiantes… ni docentes, ni auxiliares, ni técnicos de apoyo… Era claro que, paradójicamente, todo era como antes pero también que nada sería ya igual. Frente a mí se manifestaba la danza organizacional que siempre se ha dado entre continuidad y cambio educativos. Solo que ahora dejó de ser un tranquilo vals para convertirse en un rocanrol sincopado que obliga a la separación de los danzantes: el son de la disrupción educativa, marca de nuestros tiempos pandémicos.

Equilibrar continuidad y cambio presenta tres retos: cómo detectar a todos los innovadores que tienen intuiciones individuales promisorias; cómo escoger aquellos cambios verdaderamente deseables; y cómo evitar que su cantidad excesiva abrume a la organización. En cualquier escuela ya hay personas que practican nuevas formas de educar frente a la epidemia; es vital poder identificar a cada uno de estos agentes de cambio. Luego resulta indispensable evaluar sus propuestas, porque no todas son viables o escalables. Finalmente, es ineludible escoger entre ellas a las que prometen más, porque no se puede cambiar todo en un instante. 

Para equilibrar continuidad y cambio las organizaciones necesitan desarrollar una habilidad muy importante: la de aprender a aprender. Esta capacidad —según Vivienne Collinson y Tanya Fedoruk Cook—  recibe el nombre de deuteroaprendizaje (o metaaprendizaje organizacional). Se trata de las destrezas para plantear y resolver problemas, diseñar y rediseñar políticas, estrategias, estructuras y técnicas frente a la volatilidad de un ambiente disruptivo, uno que cuestiona la identidad de la institución. El coronavirus ha hecho exactamente eso: hacer que nos preguntemos en todas las escuelas si seguimos siendo las mismas personas de siempre. Las respuestas no son más que de azoro personal. Nos reconocemos solo a medias.

Para aprender a aprender —según Chris Argyris y Donald Schön, entre muchos otros autores del aprendizaje organizacional— una organización necesita: a) desarrollar sus competencias para integrar las percepciones e intuiciones individuales de sus miembros; b) ejercitarse en la indagación, en lugar de la grilla, como forma de enfrentar el conflicto; c) experimentar y arriesgarse; d) negarse a enterrar o cubrir los errores para que en lugar se esto se discutan abiertamente, sin riesgo de ridículo para nadie; e) atribuir los errores a la falta de aprendizaje, en lugar de recurrir al señalamiento culposo o, peor aún, al castigo de la descalificación y la vergüenza. Son condiciones necesarias, pero difíciles de cultivar.

Mi impresión personal, que no es generalizada, es que en las organizaciones educativas se mira más hacia afuera y arriba que hacia adentro y abajo. Esto es, estamos expectantes ante los señalamientos y redireccionamientos que provienen de las secretarías de educación, pero quizá estamos desaprovechando la riquísima experiencia propia de cada institución y de sus innovadores. Muchas soluciones ya están allí, dentro de cada institución, esperando ser sacadas a bailar en la danza educativa del cambio y la continuidad.

*Maestría en Innovación y Gestión del Aprendizaje, Universidad del Caribe

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