Voces Universitarias | Eduardo Suárez*
La educación, aunque puede tener aspectos empresariales, no debe reducirse a un simple negocio. Hay una notable diferencia entre producir zapatos y formar ingenieros; en el primer caso es suficiente la intención de obtener utilidades, mientras que ese mismo propósito no sería aceptado como motor principal de una universidad, ni por los aprendices ni por sus familias.
Sin duda alguna, en una lógica mercantilista quien pega primero con un producto innovador pega dos veces. Es claro por qué: los consumidores están ávidos de sensaciones nuevas y muy dispuestos a gastar su dinero para satisfacer su hambre de originalidad.
El objetivo del innovador comercial consiste en ganar una feroz competencia mediante la operación, disruptiva, de ser el primero en colocar un producto en el mercado, para desestabilizarlo a su favor y así dominarlo. Si saca completamente a los demás competidores del juego, y se convierte en el único proveedor, tanto mejor.
Comercialmente, es deseable revolver el río tanto como se pueda para que algunos pescadores se forren de billetes, aunque otros mueran de hambre.
También sin duda alguna, en una lógica educativa esto no tiene sentido. La novedad, por sí misma, no llena de satisfacción ni a aprendices ni a instructores; y lo último que se desea es el dominio de un único proveedor o la revoltura del “río” educativo.
El objetivo primordial de la educación no es, ni puede ser, obtener la mayor ganancia económica posible. Por lo mismo, la disrupción educativa, aunque tiene un lugar en los esfuerzos innovadores, no puede tener la meta de generar un pequeño puñado de pescadores ganadores y una apestosa tonelada de peces muertos.
Debido a este enorme contraste, la innovación educativa no puede abordarse de la misma forma que las innovaciones comerciales. Sin embargo, esto es lo que ha venido sucediendo: en muchas instituciones educativas se ha equiparado innovación con disrupción, novedad con calidad y exaltación con profundidad.
La innovación educativa, para cumplir cabalmente con su cometido formador, debe estar fincada en la consideración a largo plazo de su impacto, particularmente sobre los más vulnerables. Además, debe arraigar en una conciencia profunda de las necesidades que la generan. Sin esta intención, la innovación se reduce a un juego de espejos y de relumbrones.
Además, es ineludible atender con mucho cuidado el contexto que ha de acunar a las novedades educativas. La intempestiva adopción de una innovación por parte de la cúpula directiva, sin la debida consulta a las partes actoras involucradas, generará una cadena de problemas de tiempo, eficiencia y, sobre todo, de confianza. Sin esta atención plena a los procesos y actores del cambio, la innovación será una llamarada de petate, una que bien puede ocasionar un lamentable incendio.
Finalmente, la innovación educativa requiere de una firme actitud. Es necesario superar la infatuación con la novedad para poder implementarla de una forma más objetiva y socialmente responsable, a partir del frio análisis de datos y de una permanente indagación.
Es ineludible innovar a fondo nuestro sistema educativo. También, dejar de cambiar por la efímera, y poco reflexiva, emoción que proporciona lo nuevo.
*Profesor de la Maestría en Innovación y Gestión del Aprendizaje, Unicaribe.